sábado, 29 de mayo de 2010

Después de.... hay.

Caminando con amigos ella se sentía feliz. Las caras de ellos se convertían en máscaras perfectas, una compañía exquisita. Casi todos los días ella deseaba estar sola, pero eran esos momentos casi pintados al óleo donde podía disfrutar palabras de otros.
Ya la atención no era para sus amigos, era para otra persona, cuyo nombre no estaba impreso en las líneas de sus sueños pero sí de su corazón.
Él era su hombre, su amor, esos platónicos que sabía inventar muy bien, estaba sentado con su guitarra cantándole al universo y a su gente. Detrás de un árbol ella escondió su cuerpo y parte de su rostro, sólo los ojos estaban desnudos frente a él. Su melodía la atrapaba como a cualquier marinero el sonido de una sirena. Sentía ganas de sonreír y quedarse a vivir en ese momento.
Ella se veía sentada, fumando un cigarrillo, mirando los árboles, esperando algún colectivo que la lleve a alguna parada. Terminó el humo, y sus lágrimas quedaron pegadas en la colilla. No lo vería más. Esto, dio un giro a la historia.
Unas escaleras verdes con pájaros comiendo migas aparecieron delante de sus pies, se descalzó y subiendo agua por agua llegó al último escalón. Sonrió, miró hacia sus costados y encontró una pista, la tomó con sus dos manos, la sacudió, la exprimió, la modificó, y al sólo intento de introducirla en su corazón se convirtió en liquido y se esparció, desapareció.
El se levantó de su silla, se acercó a ella, la miró. Ella lo miró con cosquillas en la panza y sismos en sus pies. Él extendió su mano tibia, sus dedos rozaron los de ellas, choque de estrellas, unión de palmas gemelas, sudor de huellas siamesas. Ella mezcló la miel con el marrón de sus ojos, quedaron congelados. Miró, lo volvió a mirar. Todo terminó en ese lugar, con el calor de sus manos pegadas, apretadas y con la imagen de algún horizonte inventado.
No sabían cómo continuaba la historia, pero ellos conocían que después de lo invisible llegaría un beso.

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