jueves, 30 de octubre de 2008

El dentista.

Sí, le tengo miedo al dentista. Seguro me habría ido enseguida si ese dolor de muela no hubiese sido tan insoportable, aguantar más era imposible, pero tomé fuerzas y me quedé sentada como ya lo había hecho durante un largo tiempo, exactamente dos horas y veintitrés minutos, casi podía haber contado los segundos pero mi atención fue interrumpida por un llanto ensordecedor. Ese mocoso que no dejaba de patalear y le temía al dentista, era Matías, el hijo menor de María la de la esquina de casa, ese nene era insoportable, era un radar del peligro, donde encontrase un lugar prohibido con un poco de electricidad y calaveras anunciando la oscuridad del mal él apoyaría sus pequeñas garras. No dudé y tomé una revista de las más nuevitas, aproximadamente de dos años atrás, me puse a leer hasta que de reojo pude percibir otra vez los pataleos que se aceleraban cada vez más y, no conforme con esto, estiraba el brazo de la mamá amenazándola con que si no se iban ya, esa noche no comería. La gorda no se hacía drama, sabía que esa fiera podía aguantar un mes sin comer que el mismo aire le brindaría los nutrientes necesarios para fortalecer más su energía y que en algún momento caería desaforado a tragar todo lo que encontrase por el camino, porque ya el aire no le sería suficiente.
Toda esa mezcla de llanto y pelea me hizo recordar un domingo, cuando salimos con Natalia a pasar la tarde en la plaza enfrente de casa, hacía tanto calor que la odié por haber llevado un termo con agua hirviendo, prefería tomar una Seven up o algo así bien helado, pero me daba fiaca cruzar.

Estábamos a punto de comenzar nuestras charlas filosóficas cuando una pelota aterrizó en la cabeza de ella, la escena nos causó mucha gracia, con sus pelos despeinados y su cara de no entiendo qué pasó, no parábamos de reír. Agarré la pelota levanté la mirada
para ver quién era el dueño y en eso escuché:
- Eh! Ss mi pemomaa. Me levanté para acercarme a esa vocecita: -Eh! Es mi pelota, já! No escucha nada la vieja.
Pude reconocer la voz, y al acercarme lo confirmé, era Matías con su aire de “me llevo al mundo por delante con mi monopatín y con tres chasquibum en el bolsillo”. Me dije es ahora o nunca, tomé envión para dar la patada de mi vida tirar una especie de centro que diera en la otra esquina, patié y la pelota voló por encima de mi cabeza dando giros y giros hasta que cayó a dos centímetros de mí:
- Flaquita, hay que comer más polenta. Me dijo el muy desubicado.
Y sí, ahora tendría que empezar de nuevo con mi relajación y me digné a contemplar el cálido día sin decir nada.
– No te enojes. Me decía Natalia. Tiene cinco años vos veintisiete. No te vas a poner a su altura.
A mi me gustan los chicos, pensaba, me encanta abrazarlos, jugar con ellos, escucharlos, darles besos. Pero a Matías, no. ¿Cómo podría querer a alguien que tira bombitas de agua con pis?, la verdad es que no sabía si era un mito de sus hermanos, pero de él se podía esperar cualquier cosa. A Matías no lo quería, o quizás si, pero era diferente.
Luego de tres cebadas de mate apareció María con la panza al aire y con cara de no tener un buen día.
– Métanse ya adentro y no me hagan repetirlo.
Los hermanitos fueron corriendo pero como era de esperarse Matías no.
- ¿No venís? Má sí, quedate a dormir en la plaza.
Una humareda de polvo empezó a levantarse por las patadas al piso que Matías daba sin detenerse, tratando de descargar esa bronca porque el juego se le había terminado. Sus ojos estaban descontrolados y no tuvo mejor idea que desquitarse con la pelota, con el termo, y con mi dedo mojado con el agua hirviendo del mate. Mis gritos aturdieron toda
la plaza, y no exageré, hasta puede ver como crecía esa ampolla en tan solo segundos.
- Te lo merecés, ya sos grande para estar en la plaza. Me dijo al agarrar su pelota, y así fue satisfecho a su casa.
Las agujas del reloj parecían haberse parado, pero el que no paraba era Matías, seguía pataleando y molestando la atención de todos los pacientes. Sabía que le arreglarían esa muela picada y temía cruzar la puerta donde estaría el monstruo que arregla dientes.
A esta altura los gritos ya me causaban gracia y aún más cuando empezó a tirar las revistas de la mesita de tres patas.Ya no quería pensar y mi cabeza decidió volar un rato.
Sí, éramos diferentes, yo podía quedarme hasta la hora que quisiera en la plaza, él podía patalear y hacer berrinche sin que nadie dijera nada, pero teníamos cosas en común, quizás ese sueño, ese anhelo por poseer lo que el otro tenía y además también, le temíamos al dentista.
A mis veintisiete le resté veintidós y con mis cinco quedamos par a par, quería entrar del otro lado de la puerta, tirarle una bombita de agua con pis al monstruo, patearle la jeringa, dormirle el dedo con la anestesia y tirarle del brazo amenazándolo con que si acercaba el torno a mi boca esa noche no comería.
Me di cuenta que a Matías no lo quería, o mejor dicho, lo quería, pero de otra manera.
-El que sigue. Dijo el monstruo.
Sabía que mi imaginación se había ido un poco lejos pero con mis veintidós y cinco añitos me digné a cruzar esa puerta, pero antes lo miré y le dije:
- No llores más Mati, que después de mí te toca a vos.

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